La textura del silencio
Nos vimos por primera vez un martes. Yo estaba sola, acomodando libros en una librería que tenía más polvo que clientes, y ella entró con una calma rara, que no era timidez. Era otra cosa. Como si ya hubiera estado ahí y solo estuviera volviendo. Tenía un tapado azul oscuro y guantes de cuero que no se sacó. Me pidió un libro, no me acuerdo cuál. Lo que sí me quedó grabado fue cómo me miró cuando me dio las gracias: como si supiera algo de mí que ni yo misma sabía.
No me dijo su nombre. Volvió dos días después. Yo ya había estado pensando en ella, sin querer, sin saber muy bien por qué. Esa vez me preguntó si podía recomendarle algo para una noche larga. Le sugerí un par de cosas. Eligió uno sin abrirlo, lo sostuvo como si fuera algo vivo.
- Gracias, me dijo otra vez, con esa misma mirada que parecía ver más de lo que uno quería mostrar.
Una semana después apareció de nuevo. Me esperó a la salida. Me ofreció un cigarrillo, acepté. Fumamos apoyadas en la vidriera, y antes de irse me dijo que si tenía ganas, podíamos vernos esa noche en un bar del centro.
Asentí. No sabía si por curiosidad, por deseo, o porque algo en mí ya había dicho que sí antes de pensarlo.
Nos encontramos en un boliche medio oscuro, con mesas de madera pelada y olor a cerveza seca. Ella ya estaba ahí, sentada al fondo, fumando con la ventana abierta y una copa de vino a medio terminar. Me convidó un cigarro y después sacó un porro del abrigo.
- ¿Querés?, preguntó sin sonreír.
Me reí. Asentí. Fumamos en silencio. A veces hablábamos de libros, a veces de ciudades. Me dijo que no le gustaba quedarse mucho tiempo en ningún lado. Ni trabajos, ni casas, ni vínculos.
- Todo se gasta si lo mirás demasiado, dijo, mientras miraba el humo que salía por la ventana.
Tenía una voz grave, sin adornos. No era dulce, pero se te quedaba adentro. Usaba pocas palabras, pero cada una era como un cuchillo envuelto en una manta.
La primera vez que me besó fue esa noche, afuera del bar, con la vereda vacía y el gusto del vino todavía en la boca. Me tocó la cara despacio y me besó con una suavidad que te hacía doler de tan liviana.
Después me llevó a su departamento. Un lugar frío, con pocas cosas. Un colchón tirado, un cenicero lleno, un gato que no aparecía. Me sirvió un whisky sin hielo, puso música bajita y se sentó a mi lado.
No sé en qué momento empezamos a sacarnos la ropa. Solo recuerdo su boca en mi cuello, sus manos agarrándome fuerte. Como si estuviera marcándome el cuerpo con cada toque.
Cogimos como si no hubiera mañana. Como si el cuerpo fuera el único lugar donde todavía se podía decir algo sin hablar.
Dormí ahí. A la mañana siguiente desayunamos café con galletitas duras. Ella fumaba como si eso fuera lo único que sabía hacer. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero era mentira. Algo adentro mío ya había cambiado.
Después vinieron otras noches. Al principio pasaban días sin vernos. Después semanas. Ella decía que no creía en la constancia. Que lo verdadero era lo que no se repite. Pero siempre volvía. A veces sin decir nada. A veces con una caja de empanadas, una botella de vino barato y el pelo mojado por la lluvia.
Nos quedábamos en su departamento, que cada vez parecía más vacío. Cocinábamos lo que hubiera, fumábamos en la ventana, tomábamos vino y hablábamos poco. A veces armaba un porro y me lo pasaba en silencio. La música siempre sonaba bajita. La noche duraba lo que quería.
Cogíamos como quien se agarra de algo que ya se está cayendo. No era entrega. Era desesperación. Una forma cruda de sostenerse. Había cariño, sí, pero de ese que te deja moretones.
Empecé a ver detalles. Dejaba su ropa en mi casa y después no la venía a buscar. Decía nos vemos el lunes y caía el jueves. Repetía historias, se olvidaba de lo que ya me había contado. A veces dormía lejos, como si el cuerpo le pesara.
Yo aprendí a esperar. Pero no con ilusión. Con ese tipo de espera que es resignación pura. Como cuando sabés que algo está por romperse y, sin embargo, lo usás igual.
Una vez la escuché llorar en el baño. No entré. Cuando salió, se prendió un cigarro, me besó en la frente y se fue. Nunca volvimos a hablar de eso.
La última vez que la vi fue en mi casa. Cocinamos cualquier cosa. Ella se sentó en el piso, con las piernas cruzadas y me dijo:
- No puedo quedarme.
No dije nada. La miré mientras se ponía el tapado. Se acercó, me besó los párpados como si estuviera cerrando algo que ya no se iba a abrir.
Y se fue.
Desde entonces no supe más de ella.
Una vez me pareció verla en una esquina, parada bajo un árbol. El mismo paso firme, el pelo atado. Me frené sin pensar. Ella cruzó sin mirar. O era otra. O me vio y siguió de largo.